La Banalidad del Bien

LA BANALIDAD DEL BIEN

Antonio Pérez

16.enero.2016

En la fabla política, el término bien se sitúa entre las palabras más usadas y prostituidas. A su abuso y al de sus derivados –felicidad, bienvivir, bienestar– contribuye sin duda que su significado peca generalmente de indefinido, arbitrario, volátil, intransitivo y, en definitiva, subjetivo. Por ende, es pasto fácil para los masticadores de palabras. Ahora bien, tras siglos de digestión, una vez deglutido el vocablo ‘bien’, la glotonería estatal comenzó a morder a los susodichos derivados. La pequeña historia nos muestra que tras felicidadprincipio y final de esta moda-, le tocó el turno a bienestar-welfare, luego a una efímera inteligencia tras la que llegó calidad de vida y, finalmente, hemos caído en la gastronómica buena vida –todo ello pasando de puntillas por el bienvivir-. De todo ello versan los siguientes párrafos. Pero empecemos como mandan los cánones: resguardándonos bajo una autoridad literaria.

El archicitado comienzo de Ana Karenina reza: “Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada”. Traducción politológica: el Estado parece creer que su pueblo es homogéneamente feliz, ergo el Bien -uno de cuyos síntomas es la felicidad- es un bien tan amorfo, continuo y ubicuo que termina siendo banal.

Sin embargo, en los negocios estatales no todo es de color rosa turbio. Continuemos con el renglón seguido a la cita de Tolstoi: “En casa de los Oblonsky andaba todo trastrocado. La esposa acababa de enterarse de que su marido mantenía relaciones con la institutriz francesa”; si lo traducimos al Bien Banal, podríamos parafrasear que, antes de trastocarse, la casa Oblonsky era el Poder, el marido era el Estado benefactor, la esposa era el pueblo dizque soberano y la institutriz francesa fungía como la veleidosa madama de los seudo-intelectuales que, siempre al sol que más calienta, propalan palabras bonitas. Bien, pues todos estos actores y actrices son los que van a actuar en los siguientes párrafos.

NB. Por mor de brevedad, en las siguientes líneas usaremos cuasi indistintamente los términos Poder y Estado, aunque sea considerable la diferencia entre ambas palabras .

1. De la redundancia a la extravagancia

“La banalidad del mal” es uno de los conceptos más utilizados en la actualidad occidental. Como sabe media intelligentsia europea, desde que H. Arendt lo acuñó para explicar la frialdad oficinesca y amoral que mostró un jerarca nazi en un juicio famoso (Israel contra Eichmann) y, desde que lo divulgó en 1963, se ha repetido hasta la saciedad. En estas notas no vamos a comentar tan provocativo concepto. Sencillamente, nos hemos aprovechado de su popularidad para observar la otra cara de la moneda puesto que, si el mal es banal, debemos preguntarnos: ¿puede ser igualmente banal el bien?

Responder a esta pregunta conlleva valoraciones morales expresas en buena parte de las políticas sociales que pregonan los Estados actuales, se reclamen mucho o poco del Estado del Bienestar. Asimismo, creer o descreer en la trivialidad del bien subyace al neoliberalismo y al ultra-neoliberalismo de los libertarianos pues, aunque huyan del concepto por motivos coyunturales –les gusta mantener el espectáculo del odio a la beneficencia estatal-, lo han incorporado a sus variopintos argumentarios.

Antes de comentarlo a través de algunos ejemplos internacionales, hemos de considerar que el Bien Social es una de las nociones más viejas de Occidente: no hay más que leer a Platón –al final de estas notas volveremos sobre este clásico-. Desde la Antigüedad, el Viejo Mundo ha sostenido que las nuevas formas políticas que iban surgiendo debían su razón de ser a la mejor consecución de esa clase de Bien general. Ni siquiera las tiranías más abyectas se pronunciaron en contra; Calígula y Herodes llevarían el bestialismo y el control de natalidad a extremos que hoy consideramos aberrantes pero lo hicieron por el bien de sus respectivos súbditos. Lamentablemente, los siglos transcurridos han hecho tanta mella en el Bien Social que ahora son palpables sus achaques. De algunos ha salido indemne cual iglesia primitiva pero de otros ha creído escapar para, en realidad, caer en varios callejones sin salida. A título de ejemplo, veamos dos de estos últimos:

a) La redundancia

Al Estado Antiguo , le encantaba fomentar la caridad y/o la beneficencia. Adoraba el asistencialismo –léase clientelismo-. Fuera éste humanitario fuera oportunista, daba igual porque siempre era una táctica interesada y/o egoísta. Sin embargo, antes o después, esta línea política tenía que quebrarse porque era redundante. Las caritativas y todas las expresiones que aludieran al Bien del Pueblo eran eslóganes que incurrían en la redundancia puesto que la expresa misión del Estado/Poder es facilitar e incluso crear el Bien Público –puede leerse, la felicidad de los ciudadanos-. Y, para concluir, redundante era (es) pecado mortal puesto que significa duplicación de energías. O, lo que es igual, la redundancia es poco eficaz: incluso resulta ser un gravísimo detrimento cuando se supone que el Estado debe ser pragmáticamente útil –o teóricamente utilitario-.

b) La extravagancia

Saltando siglos, milenios y hasta por encima de las viejas modernidades más o menos clientelistas –la moda es efímera-, llegaremos a la Contemporaneidad donde encontraremos un ejemplo final y definitivo de cómo los Estados han burocratizado su plena adhesión al Bien. Para empezar, han difundido la especie del Welfare State y, para continuar, no hay guerra, invasión ni genocidio en marcha que no se justifique por el Bien Común -de algunos-. Pero no vamos a comentar estos excesos semióticos y/o bélicos puesto que, confrontados con la evidencia cotidiana, son tan chapuceros que no necesitan glosa ninguna. En su lugar, vamos a comentar la extravagancia del Estado.

Veamos por qué: el Poder es rutinario, adocenado y conservador por definición . Sin embargo, de tarde en tarde, sufre un acceso -o absceso- de modernidad y decide maquillarse para perpetuarse. Entonces cae en un peculiar exceso del absceso y piensa que, para compensarse a sí mismo y para que sus amados súbditos aprecien su brillantísimo nuevo atuendo, ha de materializar -espectáculo mediante- sus avances en su heroica lucha por el Bien. Lo que era fuego de artificio –meras palabras- es convertido en fuego amigo traducible en acciones gubernamentales e incluso creación de instituciones ministeriales. Resultado: tan a la moda quiere igualarse y tan superficial es su esfuerzo que acaba en la extravagancia.

Veamos tres casos de burocratización estatal donde el término Bien es sustituido (suponemos que a efectos práctico-tácticos) por los términos inteligencia, felicidad y calidad de la vida. Huelga añadir que los tres y especialmente el primero, pese a su escandalosa banalidad, fueron (y son) tildados como ‘extravagantes’ cuando no por epítetos mucho peores.

2. ¿Se adelantan a su tiempo las banalidades tropicales?

El Trópico es barbecho abonado para que Occidente vierta en él sus fantasías culturales y sus anhelos económicos totalitarios –hoy, llamados imperialismo del bien-. Porque se le cree dominado, desde el Renacimiento se le perdona su (supuesta) incongruencia consigo mismo. Al mismo tiempo y sin embargo, Occidente considera intolerable que algunos tropicaloides, hijos pródigos de Roma y del Ática, quieran convertir sus silvas en el Extremo Occidente. ¡Y sin pagar regalías, oiga! A continuación, algunos ejemplos:

a) La inteligencia

En el año 1979 y en Venezuela Tierra de Gracia, el gobierno demócrata cristiano (copeyano) de Herrera Campíns, creó el Ministerio de Estado para el Desarrollo de la Inteligencia . Su nacimiento se debió exclusivamente a la obstinación de su primer y único ministro, el divulgador científico Luis Alberto Machado, alto cargo en el aparato del partido gobernante. Según expresó en una entrevista , Machado estaba influido por la lectura del libro Intelligence can be taught (“La inteligencia puede ser enseñada”, de Lockhead y Whimbley) Sin embargo, en el mismo texto, se recogen unas realistas palabras de Lockhead:

“La idea de que la inteligencia se puede desarrollar es todavía, en verdad, bastante polémica. En vista de que no estamos seguros de lo que en realidad es la inteligencia, no podemos asegurar que podemos cambiarla”.

A lo que Machado responde que, estando la inteligencia inscrita en nuestro código genético, en efecto resulta ser una cualidad natural que se desarrolla a lo largo de la vida. Y añade: “Todo lo que se puede desarrollar sin sistema, se puede desarrollar sistemáticamente. Al fin y al cabo, el progreso de la humanidad consiste en la sistematización de los conocimientos, y la ciencia no es otra cosa”. De ahí que su Ministerio –continúa- deba entenderse como un esfuerzo por “democratizar la ciencia”.

Huelga añadir que duró muy poco esta insólita política con ribetes tecnocráticos y realidad tropical. Quizá no debió dar por supuesto que un incremento en la inteligencia popular conllevaba un incremento en la felicidad de la plebe. Quizá se le notaran demasiado las costuras a un postulado tan arbitrario como rechazado por la experiencia. Banalidad por banalidad, quién sabe si hubiera mejorado su suerte emprendiendo el camino inverso: “sea feliz y demuéstrelo siendo inteligente”. Aunque, simplemente, quizá su fallo fue intentar prevalecer en un país donde el conductismo psicologizante todavía no estaba implantado. Hoy, su suerte hubiera sido muy otra como demuestra que los psicólogos hayan sustituido a los sacerdotes, a los psiquiatras e incluso a los popes de la auto-ayuda. En suma, Machado se adelantó a su tiempo.

b) La felicidad

Décadas después, en la misma Tierra de Gracia, el gobierno bolivariano creó el Viceministerio para la Suprema Felicidad Social del Pueblo . Según la retórica oficial, así se cumplimentaba una famosa máxima del Libertador Bolívar: “El mejor sistema de Gobierno será aquel que le proporcione a su pueblo la mayor suma de seguridad social, la mayor suma de estabilidad política, y la mayor suma de felicidad posible” (año 1819; nuestras cursivas)

En realidad, esto de la felicidad como derecho de los pueblos viene de antiguo, al menos desde la Ilustración. En cualquier caso, desde principios del siglo XIX el uso político-partidista de la palabra felicidad hacía estragos en Europa, América y, por supuesto, en Venezuela. De hecho, un texto legal nacido en la campaña independentista es anterior a la frase del Libertador:

“Los Gobiernos se han constituido para la felicidad común, para la protección y seguridad de los Pueblos que los componen, y no para el beneficio, honor o privado interés de algún hombre, de alguna familia, o de alguna clase de hombres en particular, que sólo son una parte de la comunidad. El mejor de todos los Gobiernos será el que fuere más propio para producir la mayor suma de bien y de felicidad…“ (Constitución Federal para los Estados Unidos de Venezuela, art. 191; 21.XII.1811) .

Pocos meses después, los primeros parlamentarios españoles discutían en Cádiz el articulado de la Constitución de 1812 –la Pepa-, cuyo artículo 13 afirma que:

“El objetivo de todo gobierno es la felicidad de la nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen” (nuestras cursivas)

Allí, liberales y absolutistas mantuvieron uno de los primeros enfrentamientos modernos entre las distintas concepciones de la felicidad y del bienvivir/bienestar . Volveremos al tema, cf. infra # 5.

Por todo ello, tanto si miramos a España como si lo hacemos hacia Venezuela, a la luz de la Historia queda claro que ese Viceministerio no es original. Al contrario, puede entenderse como la materialización gubernativa de un viejo anhelo constitucional propio tanto de la metrópoli como de la excolonia, hoy emancipada. Ahora bien, ¿qué diríamos hoy en el Viejo Mundo si un gobierno decidiera crear una oficina parecida? –volveremos a este caso puesto que realmente ocurrió, cf. infra # 4-.

En previsión de que los psicólogos adquieran en Europa la fuerza necesaria para erigir monumentos administrativos capaces de competir con los confesionarios y los frenopáticos, conviene informar que, en la Venezuela del 2016, el Gabinete está compuesto por 32 ministros y 60 viceministros. Por ende, pongamos la peana a la medida del santo: la Suprema Felicidad Social está atendida por la sexagésima parte del Ejecutivo de segundo grado. Item más, a muchos malpensados, el adjetivo Suprema les suena a despotismo u orientalismo tipo norcoreano; allá ustedes, pero no se lo cuenten a los jupiterinos ni a los trinitarios ni, por supuesto, al Tribunal Supremo. En cuanto a eso de Felicidad Social del Pueblo, de acuerdo, es un pleonasmo: ¿y?, ¿todos los gobiernos respetan el idioma de su gente? O, al contrario, para la mayoría dellos patear la gramática, ¿acaso no es una de sus pasiones secretas? ¿Mal de muchos consuelo de tontos? Efectivamente, pero no seremos nosotros quienes llamemos listos a los gobiernos. Resumiendo: quienes quieran meter el dedo en el ojo al bolivarianismo, adelante… pero busquen motivos más sustanciosos.

3. ¿Sociología cualitativa en Shangri-La?

El reino himaláyico de Bután fue famoso por librarse del flagelo de la televisión nacional… hasta que fue derrotado el 02.junio.1999 por el Bhutan Broadcasting Service. Quién sabe si en algo influyó que Coca Cola llegó el año anterior aunque, es grato añadirlo, la ‘chispa de la vida’ sigue sin asentarse, quizá por ser un país frío y, por tanto, de té. Pero no es por estas desdichadas invasiones por las que es conocido actualmente ni tampoco porque su rey se casó ¡con una universitaria!, pese a que las coronadas nupcias ocuparon en 2011 muchas portadas en el universo mundo –con decir que la noticia llegó hasta la Raya con Portugal…-. ¿Sobraría añadir que este reyno budista tampoco es afamado por el maltrato que reciben sus indígenas? .

En realidad, Bután es conocido porque, en 1971, el rey comenzó a sustituir el concepto occidental de Producto Nacional Bruto (PNB) por el concepto budista-butanés del Gross Happiness Product (GHP) Desde los años 1980-1990’s, el proceso adquirió cuerpo hasta acabar conformando el GNH o Gross National Happiness (Felicidad Nacional Bruta) Así pues, podemos decir que existe un rey asiático que se ha atrevido a medir la felicidad de sus súbditos. No nos extraña porque ya habíamos leído bastante sobre los despotismos orientales –desde 1907, Bután está regido por el Druk Gyalpo o rey absoluto-.

La idea es brillante… a efectos turísticos aunque quizá no tanto para cumplir con su misión original: escapar a la tenaza de sus dos vecinos, India y China. Asimismo, los oropeles pierden fulgor cuando no podemos establecer comparaciones con el resto del planeta puesto que no hay otro país con GNH; por ello, la felicidad (gakí) de los butaneses se mueve en el vacío, mayor aun cuando ni siquiera se puede comparar con los GNH antiguos del propio Bután.

Pero estas objeciones palidecen si nos enfrentamos al problema de la medición de la gakí. Para comenzar, los 72 criterios básicos que se inician con el grupo del bienestar sicológico (psycological wellbeing) y culminan con el grupo del buen gobierno (good governance) se han materializado a través de unas encuestas –dicen que diseñadas por unos sociólogos canadienses- cumplimentadas por sólo 560 súbditos . Además, resulta que el primer indicador del primer grupo se titula ‘Salud Mental General’ por lo que los sociólogos suponen que la salud mental es un rasgo más entre los once que definen ese ‘bienestar sicológico’: curiosa sinécdoque en la que la parte –lo mental- es igual al todo.

Item más, si superamos los indicadores del grupo sicológico y nos adentramos en el acápite de las preguntas en las que se desglosa cada indicador, nos asaltan numerosas sorpresas. Al tronco general “¿cree usted que?” le surgen unas ramas adventicias francamente insólitas. Ejemplos: ¿se siente usted frustrado?, a lo que el humilde súbdito debe responder “siempre/a menudo/ rara vez/nunca” y, en efecto, abrumadoramente responden nunca; ¿puede justificarse el homicidio?, obviamente la respuesta es jamás, etc.

El último grupo es especialmente irritante porque sus preguntas giran alrededor de “¿se siente usted con libertad?” y cierra la pregunta ‘con libertad de expresión’, ‘religiosa’, ‘política’ y así hasta el aburrimiento. Huelga añadir que todos responde que sí, que se sienten libres para todo eso y más. En una monarquía que sigue siendo absolutista por mucho que haya una especie de elecciones, ¿alguien esperaba otras respuestas?

Pues bien, pese a la manifiesta incongruencia, arbitrariedad y chapuza de esa extravagante clase de sociología cualitativa (de Lucas e Ibáñez han de regresar a este valle de lágrimas para enmendar este desaguisado), es alarmante que el ejemplo del GNH haya cundido fuera de Bután de tal forma que la Felicidad se ha convertido en pasto de los buitres mediáticos. Incluso descartando la inmensidad de programas de autoayuda cuyo fin declarado es la mejora de la felicidad -¿propia o ajena?-, es aterrador el tsunami de literatura, instituciones, organismos y expertos que se ganan la vida perorando sobre Ella… hasta hay programas dizque académicos de sociología autocomplaciente que intentan demostrar que to’ el mundo es feliz.

Aun así, el colmo del peor psicologismo llegó cuando la mismísima ONU encargó un Informe sobre la odorífera happiness; con esta intervención humanitaria, versión sociológica del infame precepto de la “Responsabilidad para Proteger” (R2P en la jerga gringa), se institucionalizó el irracionalismo sólo maquillado de subjetivismo y se abrieron las compuertas de la autocomplacencia universal. A partir de entonces, hasta los países se clasifican según su grado de felicidad. Ancha es la castilla del sentimentalismo cualitativo y cuantitativo .

4. De la nada a la calidad y vuelta al vacío

“Bueeeeno -dirán algunos-, es lógico que unos países de por sí extravagantes como el caribeño y el himaláyico tengan unos ministerios tan flamboyantes como irracionales. Será que lo llevan en sus respectivas idiosincrasias o será que, todavía, no tienen sentido del Estado”. Extravagante reflexión que deberían revisar cuando recuerden que algo parecido instituyó un Estado tan culto, racionalista, veterano y centralizado como Francia (cf. supra #2)

En efecto, el Ministère de la Qualité de la Vie fue instituido en el año 1974 con atribuciones variopintas que iban de la ‘seguridad civil’ a lo que, años después, se llamaría el ‘medio ambiente’. Cuatro ministros sucesivos le dirigieron pero, en 1981, se decretó su agonía. Sobreviviendo a duras penas, entre 1983 y 1984 se convirtió en una Secretaría de Estado adscrita al Primer Ministro para el Medio Ambiente y la Calidad de la Vida pero su desaparición estaba cantada desde que el medio ambiente comenzó a tener vida burocrática propia.

5. Los guardianes del sueño

A esta retahíla de instituciones felicísimas se le puede argumentar que el nombre de un ministerio no significa gran cosota puesto que –en efecto- el nombre no es nada si nos olvidamos de su función y, sobre todo, de sus poderes administrativos. De acuerdo. Ejemplo extremo: los ministerios de Defensa deberían llamarse así por obrar en defensa de los pobres -o, lo que es igual, de ataque a los ricos- y, obviamente, su función es precisamente la inversa. Así pues, de acuerdo, el nombre significa poco e incluso puede significar lo contrario, lo diga Agamenón o su porquero. Ejemplos sólo aparentemente opuestos: el conocido Arbeit Macht Frei (= el trabajo libera) que campaba en el dintel de Auschwitz y uno de los lemas del Gulag, Con mano de hierro, llevaremos a la Humanidad a la Felicidad. Por ende, vamos a dejarnos de nominalismos burocráticos para centrarnos en las gentes que los propalan y poseen:

Todos esos ministerios son muy pulcramente bonitiños pero ¿también son bellos sus dirigentes? Nos duele reconocerlo pero, aunque sea estatal, la idea puede ser feliz o aceptable. Ahora bien, en ningún caso deberíamos abandonarla en las manos de los profesionales del Bien Común: aquellos a los que los traductores de Platón llaman guardianes que, provisionalmente, son los mismos a los que hoy llamamos políticos. Ellos cuidan el sueño de la plebe pero, además de Freud, surgen innumerables peligros cuando alguien dizque superior o solamente ajeno cuida nuestras propiedades más íntimas. Lo dijo Machado: “He creado /… un hombre que vigila / el sueño, algo mejor que lo soñado” (Muerte de Abel Martín, IV) A este respecto, decía Platón:

“Tenemos, pues, que examinar si hemos de establecer los guardianes mirando a que ellos mismos consigan la mayor felicidad posible o si, con la vista puesta en la ciudad entera, se ha de considerar el modo de que ésta la alcance y obligar a los guardianes a que sean perfectos operarios de su propio trabajo de suerte que, prosperando con ello la ciudad en su conjunto y viviéndose bien en ella, se deje a cada clase de gentes que tome la parte de felicidad que la naturaleza les procure” (Platón, La República, IV d)

El problema sigue estando en que los guardianes contemplan una clase de felicidad distinta a la popular. Esta que podríamos llamar seudo-felicidad social puede entrar en colisión con el bienestar general. Estaríamos entonces ante un fenómeno deplorable siempre posible y, para algunas ideologías políticas, incluso probable –de hecho, es lo que ocurre siempre-. Por tanto, nos preguntamos: ¿y si los guardianes traicionan al pueblo? Algunos capítulos más adelante, a su manera, Platón soluciona el problema recurriendo a Hesíodo de quien cita una figura paradójica mucho más retórica que lógica: la sinécdoque o tomar la parte por el todo.

“Si tratase el guardián de conseguir su felicidad de modo que dejara de ser guardián y no le bastase esta vida moderada sino que, viniéndole a las mientes una opinión insensata y pueril acerca de la felicidad, se lanzase a adueñarse, en virtud de su poder, de cuanto hay en la ciudad, vendría a conocer la real sabiduría de Hesíodo cuando dijo que la mitad es en ciertos casos más que el todo” (ibid, XI c)

No nos parece la mejor de las componendas. Al contrario: no entra en el meollo de la cuestión por lo que no nos parece una solución, además de crear nuevos problemas. Sea como fuere, la degradación de las palabras no terminó en Auschwitz-Gulag pues del buen vivir o su vergonzante sucedáneo el bienestar se pasó a un vocablo vacío como es la felicidad y, de ahí, han seguido abismándose hasta llegar al actual pancismo de la buena vida.

Las multinacionales, siempre planeando sobre la carroña, no podían desaprovechar la ocasión. Por ello, hacia 2010, la multinacional Coca Cola inauguró en España el Instituto de la Felicidad, paradigma del vomitivo extremo al que se ha llegado en la institucionalización pública y privada de los sentimientos, de la intimidad, de lo inconmensurable evanescente y del sentido común. Esta iniciativa, aparentemente inocua, es tan inocente como puede serlo un ejecutivo de esa multinacional; éste quizá no lo haya maquinado pero con su Instituto Happy Hour engrosa las filas de un ejército con sonrisa de hiena destinado a criminalizar la infelicidad. En otras palabras, está creando un ejército contra los empobrecidos y los marginados.

Y ya que hablamos de formar mesnadas contra los infelices, no queremos olvidar lo que nos parece el paradigma de la banalidad del bien: el caso de las minas antipersonales y de su desminado. Nadie osaría oponerse a los programas de desminado y menos que nadie los camboyanos, vietnamitas, colombianos, etc. Lo repugnante del caso es que tampoco se oponen personajillos de cuya maldad congénita no nos cabe la menor duda, a saber, los fabricantes de las minas, ahora transmutados en prósperos empresarios desminadores. Es muy conocida la razón de tan estrambótica mudanza: el precio de cada mina se había hundido hasta los 2 o 3 euros mientras que el equipo de desminado –el material físico y el correlativo de formación, hospitalización y sueldos- es de estimación elusiva pero siempre por encima de mil veces el valor de la mina. Por la sobreproducción de la mercancía, para el Estado/Poder, hacer el bien se hizo infinitamente más rentable que hacer el mal, de ahí la banalidad de su bien .

Por otra parte, transcurridos más de dos siglos desde que el Poder comenzara a manosear el buenvivir y el bien común, llegó la hora de cuantificarla a nivel planetario. De ahí que, comenzando sibilinamente, se popularizara el Índice de Desarrollo Humano (IDH; 1990, PNUD-ONU), una aproximación tecnocrática que dio paso a unos cálculos que llevaban olvidados desde los tiempos del fascismo mussoliniano: el coeficiente de Gini . Si el primero rozaba apenas la desigualdad, el segundo la había medido expresa y exclusivamente. Pero, ¿por qué los guardianes del sueño resucitaron ese dígito Gini que parecía definitivamente enterrado? Por pura casualidad coyuntural diríamos o, visto desde nuestro sofá, quizá para avisar a los idólatras del Progreso que la Historia nunca viaja en línea recta.

Para finalizar, añadamos el color indio. No por exotismo sino para, de paso, subrayar por enésima vez que la democracia de un país se mide por su respeto a las minorías, sean éstas presos, ‘discapacitados’, pueblos sin Estado o indígenas. Y es que, más que medir el Paraíso, peor sería intentar siquiera confundir el Bien Banal aquí analizado con el concepto indígena del Buen Vivir (BV, sumak kawsay, sumak qamaña, ñandereko, etc. en las lenguas amerindias) . Sería un error deplorable porque, entre el concepto estatal y el indígena BV, hay más distancia que entre la noche y el día. Para comprobarlo, bastaría recordar la riqueza verbal del idioma castellano y su rotunda diferenciación entre ser y estar (cf. supra # 2 y nota nº 9) y entonces comprobaríamos que el bienvivir indígena es lo opuesto al bienestar (welfare) occidental; de hecho, son tan antagónicos como lo son el vivir siempre y el sobrevivir un instante .

Por todo ello, si unimos al indígena con la Tierra y vemos el camino que el Hombre lleva en su absurda búsqueda de esa quimera, hada o trasgo que ahora llaman el Bien Feliz, habremos de concluir con unas palabras surgidas de la cintura del Nuevo Mundo:

El cuerpo, el alma y el espíritu se suman al grito de la tierra y nos demuestran eficientemente cómo la lucha por la felicidad, cosecha infelicidad y más infelicidad. La forma civilizada de nuestra existencia se ha convertido en un acelerador cultural hacia la muerte” .

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