DEMOCRACIA EN AMÉRICA.

Había comprendido durante mi estancia en los Estados Unidos que un estado social democrático semejante al de los americanos podía ofrecer singulares facilidades para el establecimiento del despotismo, y a mi regreso a Europa vi cómo muchos de nuestros príncipes habían utilizado las ideas, los sentimientos y la necesidades propias de ese mismo estado social para extender el ámbito de su poder.

EL DESPOTISMO DEMOCRÁTICO DEGRADA A LOS HOMBRES SIN ATORMENTARLOS

Esto me indujo a creer que las naciones cristianas tal vez acabarían por sufrir una opresión semejante a la que en otro tiempo pesó sobre numerosos pueblos de la Antigüedad. Un examen más detallado del asunto y cinco años de meditaciones no han disminuido mis temores, pero han cambiado su objeto.

Velatorio de una cabeza. Aunque los ciudadanos elijan a sus gobernantes, si renuncian a la facultad de pensar, sentir y obrar por sí mismos, no podrán evitar su caída gradual por debajo del nivel de humanidad.

Jamás existió en los siglos pasados soberano tan absoluto y poderoso que emprendiera la tarea de administrar por sí solo, sin ayuda de otros poderes secundarios, el entero dominio de un imperio; no hubo ninguno que haya intentado someter indistintamente a todos sus súbditos hasta en los detalles a una regla uniforme, llegando hasta cada uno para regirlo y para guiarlo.

La idea de tamaña empresa jamás se había presentado a la mente humana; y si algún hombre hubiera llegado a concebirla, pronto le habrían impedido la ejecución de tan vasto designio la insuficiencia del saber, la imperfección de los procedimientos administrativos y, sobre todo, los obstáculos naturales que suscita la igualdad de las condiciones.

Vemos que en la época de máximo poder imperial, los distintos pueblos que habitaban el mundo romano conservaban costumbres y hábitos diversos. Aunque sometidas a un mismo monarca, la mayoría de las provincias se administraban separadamente; abundaban los municipios poderosos y activos, y aunque todo el gobierno del imperio estuviera concentrado exclusivamente en las manos del César, que, llegado el caso, siempre decidía en todos los asuntos, los detalles de la vida social e individual escapaban de ordinario a su control.

Es cierto que los emperadores poseían un poder inmenso y sin trabas que les permitía entregarse libremente a la extravagancia de sus gustos, y emplear todo el poder del Estado en satisfacerlos. Incluso a veces abusaban de ese poder para arrebatar arbitrariamente a un ciudadano los bienes o la vida. Su tiranía pesaba enormemente sobre unos cuantos, pero no se extendía a muchos, y por atender a ciertos objetos principales descuidaba el resto; era a la vez violenta y restringida.

Creo que si el despotismo se estableciera en las naciones democráticas contemporáneas, tendría otras características; sería más amplio y más benigno, y degradaría a los hombres sin atormentarlos.

Me parece seguro que en épocas de saber y de igualdad como las nuestras, los soberanos lograrán reunir más fácilmente todos los poderes públicos en sus manos y penetrar en el dominio de los intereses privados más habitual y profundamente de lo que haya podido hacerlo ningún soberano de la antigüedad.

Pero esa misma igualdad que facilita el despotismo, lo atempera; ya hemos visto que a medida que los hombres se hacen más semejantes e iguales, las costumbres públicas devienen más humanas y benignas; cuando ningún ciudadano posee grandes poderes o riquezas, la tiranía carece, por decirlo así, de ocasión y de escenario. Todas las fortunas son regulares, las pasiones naturalmente moderadas, la imaginación limitada, los placeres sencillos. Esta mediocridad general modera al soberano mismo y contiene dentro de ciertos límites el impulso desordenado de sus deseos.

Los gobiernos democráticos podrán ser violentos y crueles en ciertos momentos de gran efervescencia y peligro; pero estas crisis serán raras y pasajeras. Cuando pienso en las mezquinas pasiones de los hombres de nuestros días, en la flojedad de sus costumbres, en la extensión de sus capacidades, en la pureza de su religión, en la dulzura de su moral, en sus hábitos laboriosos y ordenados, en la contención que casi todos observan tanto en el vicio como en la virtud, no me parece probable que se den tiranos entre sus dirigentes, sino más bien tutores.

Creo, pues, que el tipo de opresión que amenaza a los pueblos democráticos no se parecerá en nada al que la precedió en el mundo; nuestros contemporáneos no recordarán algo ya sucedido y semejante.

Yo mismo busco en vano una expresión que reproduzca y encierre exactamente la idea que me formo; las antiguas palabras de despotismo y tiranía no son adecuadas. La cosa es nueva; es preciso entonces tratar de definirla, ya que no puedo nombrarla.

LA TUTELA DEL ESTADO, MÁS PELIGROSA EN DEMOCRACIA QUE LA TIRANÍA O EL DESPOTISMO

Si imagino con qué nuevos rasgos podría el despotismo implantarse en el mundo, veo una multitud de hombres parecidos y sin privilegios que los distingan incesantemente girando en busca de pequeños y vulgares placeres, con los que contentan su alma, pero sin moverse de su sitio.

Cada uno de ellos, apartado de los demás, es ajeno al destino de los otros; sus hijos y sus amigos acaban para él con toda la especie humana; por lo que respecta a sus conciudadanos, están a su lado y no los ve; los toca y no los siente; no existe más que como él mismo y para él mismo, y si bien le queda aún una familia, se puede decir al menos que ya no tiene patria.

Por encima se alza un poder inmenso y tutelar que se encarga exclusivamente de que sean felices y de velar por su suerte. Es absoluto, minucioso, regular, previsor y benigno. Se asemejaría a la autoridad paterna si, como ella, tuviera por objeto preparar a los hombres para la edad viril; pero, por el contrario, no persigue más objeto que fijarlos irrevocablemente en la infancia; este poder quiere que los ciudadanos gocen, con tal que no piensen sino en gozar. Se esfuerza con gusto en hacerlos felices, pero en esa tarea quiere ser el único agente y el juez exclusivo; provee medios a su seguridad, atiende y resuelve sus necesidades, pone al alcance sus placeres, conduce sus asuntos principales, dirige su industria, regula sus traspasos, divide sus herencias, ¿no podría librarles por entero de la molestia de pensar y del trabajo de vivir?

De este modo cada día se hace menos útil y más raro el uso del libre albedrío; el poder circunscribe así la acción de la voluntad a un espacio cada vez menor, y arrebata poco a poco a cada ciudadano su propio uso. La igualdad ha preparado a los hombres para todas estas cosas: para sufrirlas y con frecuencia hasta para mirarlas como un beneficio.

En democracia, el individuo soporta que se le ate, si es el pueblo quien sujeta el extremo de la cadena. A mí me importa bastante menos la naturaleza del amo que su existencia.

Después de tomar de este modo uno tras otro a cada individuo en sus poderosas manos y de moldearlo a su gusto, el soberano extiende sus brazos sobre la sociedad entera; cubre su superficie con una malla de pequeñas reglas complicadas, minuciosas y uniformes, entre las que ni los espíritus más originales ni las almas más vigorosas son capaces de abrirse paso para emerger de la masa; no destruye las voluntades, las ablanda, las doblega y las dirige; rara vez obliga a obrar, se opone constantemente a que se obre; no mata, impide nacer; no tiraniza, pero mortifica, reprime, enerva, apaga, embrutece y reduce al cabo a toda nación a un rebaño de animales tímidos e industriosos cuyo pastor es el gobierno.

Siempre he creído que esta clase de servidumbre, reglamentada, benigna y apacible, cuyo cuadro acabo de ofrecer, podría combinarse mejor de lo que se piensa comúnmente con algunas de las formas exteriores de la libertad, y que no le sería imposible establecerse junto a la misma soberanía del pueblo.

En nuestros contemporáneos actúan incesantemente dos pasiones opuestas; sienten la necesidad de ser conducidos y el deseo de permanecer libres. No pudiendo acabar con ninguna de estas inclinaciones contradictorias, se esfuerzan por satisfacer ambas a la vez. Conciben un poder único, tutelar, todopoderoso, pero elegido por los ciudadanos. Combinan la centralización con la soberanía del pueblo. Esto les permite cierta tranquilidad. Se consuelan de su tutelaje pensando que son ellos mismos quienes eligen a sus tutores.

Cada individuo sufre que se le encadene al comprobar que no es un hombre ni una clase, sino el pueblo mismo, quien sujeta el extremo de la cadena. Con este sistema, los ciudadanos salen un momento de la dependencia para elegir a su amo y vuelven luego a ella.

Existen hoy muchas personas que se acomodan fácilmente a esta especie de compromiso entre el despotismo administrativo y la soberanía del pueblo, y que creen haber garantizado suficientemente la libertad individual al entregarla al poder nacional. Para mí, esto no basta. La naturaleza del amo me importa bastante menos que su existencia.

No negaré, sin embargo, que una constitución semejante no sea infinitamente preferible a otra que, tras concentrar todos los poderes, los depositase en manos de un hombre o de un cuerpo social irresponsable. De cuantas formas pudiera revestir el despotismo democrático, ésta sería indudablemente la peor.

NO ES POSIBLE ESTABLECER LA LIBERTAD CON LOS VOTOS DE UN PUEBLO DE ESCLAVOS

Cuando el soberano es electivo o está vigilado de cerca por una legislatura realmente electiva e independiente, la opresión que impone a los individuos resulta a veces mayor, pero siempre menos degradante, ya que cada ciudadano, cuando se le mortifica o se le reduce a la impotencia, todavía puede figurarse que al obedecer sólo se somete a sí mismo y sacrificando a uno de sus fines todos los demás.

También comprendo que cuando el soberano representa a la nación y depende de ella, el poder y los derechos que se arrebatan a cada ciudadano no benefician únicamente al jefe del Estado, sino al Estado mismo, y que los particulares obtienen algún fruto del sacrificio de su independencia a la comunidad.

Crear una representación nacional en un país muy centralizado equivale así a disminuir el mal que puede producir la excesiva centralización, pero no a destruirlo. Bien veo que de esta manera se conserva la intervención individual en los asuntos más importantes, pero se anula en los pequeños y en los particulares. Se olvida que es sobre todo en los detalles donde resulta más peligroso someter a los hombres. Por mi parte me inclino a creer que la libertad se necesita menos en las cosas grandes que en las pequeñas, si es que puede darse la una sin la otra.

La sujeción en los pequeños asuntos se manifiesta a diario y se establece indistintamente en todos los ciudadanos. Esta sujeción no les desespera, pero les contraría sin cesar y les induce a renunciar al uso de su voluntad. Extingue poco a poco su espíritu y debilita sus ánimos, mientras que una obediencia que no ha de prestarse sino en las pocas ocasiones en que lo exige la gravedad de las circunstancias, no pone de manifiesto la servidumbre sino de tarde en tarde y obliga a determinados individuos.

De nada serviría encargar a estos mismos ciudadanos tan dependientes del poder central que eligieran de vez en cuando a sus representantes; este uso tan vital, pero tan corto y tan raro, de su libre albedrío no impediría la pérdida progresiva de la facultad de pensar, sentir y obrar por sí mismos ni su caída gradual por debajo del nivel de humanidad.

Añado que pronto serían incapaces de ejercer el grande y único privilegio que les queda. Los pueblos democráticos que han introducido la libertad en la política, acrecentando al mismo tiempo el despotismo en la esfera administrativa, han sido llevados a muy extrañas singularidades.

Si hay que dirigir pequeños asuntos para los que basta el buen sentido, estiman que los ciudadanos son incapaces de ello; si se trata del gobierno de todo el Estado, confían a esos mismos ciudadanos inmensas prerrogativas; alternativamente son los juguetes del soberano y sus señores, más que reyes y menos que hombres.

Después de agotar los distintos sistemas de elección sin encontrar uno que les convenga, se asombran y lo siguen buscando; como si el mal que señalan no radicara en la constitución del país mucho más que en la del cuerpo electoral.

En efecto, se hace más difícil concebir cómo hombres que han renunciado enteramente al hábito de dirigirse a ellos mismos podrían elegir acertadamente a quienes han de conducirles; y no es posible que un gobierno liberal, enérgico y sabio, se establezca con los sufragios de un pueblo de esclavos.

Una constitución que fuese republicana en la cima y ultramonárquica en todo lo demás siempre me ha parecido un monstruo efímero. Los vicios de los gobernantes y la imbecilidad de los gobernados no tardarían en provocar su ruina; y el pueblo, cansado de sus representantes y de sí mismo, crearía instituciones más libres o no tardaría en tenderse mansamente a los pies de un único amo.

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ALEXIS DE TOCQUEVILLELa democracia en América II

Poco ahorro por Robert Hoge

3 comentarios sobre “DEMOCRACIA EN AMÉRICA.

  1. Vaya empanada mental que tienes.Vamos a ver,hombre,todos los estados
    que han existido,existen y existirán son sociales,porque van dirigidos a la soci-
    edad en la que se insertan.Es una redundancia semántica.Y en cuanto al se-
    gundo de los adjetivos que acompaña al sustantivo estado es un imposible,ya
    que no puede haber estado alguno que pueda ser democrático,porque los ór-
    ganos permanentes del estado por su propia naturaleza lo imposibilita como
    es obvio para cualquiera.Lo que sí puede ser es la posibilidad de sistemas de-
    mocráticoa(representativos de la sociedad civil o nación y separación de pode-
    res),liberales parlamentarios(representativos`pero sin separación de poderes,
    por lo tanto no democráticos,ya que les falta el segundo principio para ser de-
    mocráticos)y regímenes de poder no representativos:Dictaduras y oligarquías.

    1. Querido zote, antes de aconsejarte de que te abras el cráneo y te digan lo que tienes dentro, te diré que el articulo es una transcripción literal de parte de la obra de Tocqueville ¿Te suena? “Democracia en América”, y a no ser que seas uno de los grandes pensadores que la ciencia política nos ha dado y yo no me haya enterado, me temo lo peor, tu cráneo encierra algo parecido al serrín. ¿Como te atreves a entrar como un elefante en una cacharreria hablando de empanada mental con lo que sueltas después? ¿Y como coño siendo tan listo no has sabido que lo que estabas leyendo era una de las grandes obras de la Ciencia Política? Lleva hasta su firma. En fin. La ignorancia tan atrevida como siempre. Menudo intelectual.

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