Hemos destronado a un Rey

Que nadie se engañe: hemos destronado a un Rey. El ciudadano Juan Carlos no hubiera abdicado sin la presión popular contra las medidas inicuas que la clase dirigente está tomando. Nadie, en su sano juicio, hubiese esperado que el cazador de elefantes abandonara su cetro si no hubiera sido por el 15-M, las huelgas generales, las Mareas, el 22-M, la irrupción de Podemos y de los demás partidos de la izquierda social, así como la enorme abstención en las europeas. Los que mandan ven venir el colapso de su régimen e intentan, esperemos que infructuosamente, que “todo cambie para que nada cambie”.

Porque el caso es que hemos destronado a un Rey, pero ya tenemos otro en la recámara. Es lo que pasa con los reyes, que se reproducen, entre espasmos, como todo el mundo, y alargan su tronco familiar sobre las espaldas de sus súbditos. Pero haríamos mal en emperrarnos ahora en hablar sólo de monarquía o República (aunque está claro que  algunos defendemos, como primer paso, una República Social y Federal, en todo caso electiva  y voluntaria para los pueblos, que frene todo este desbarajuste). Hay muchas más cosas en juego, y mucho más importantes.

Y es que el eje esencial, la clave de la bóveda del desbloqueo de la actual situación tiene un nombre  claro, pero abstracto, apunta un concepto evidente, pero que hay que concretar todavía: la democracia. La gente quiere decidir. Sobre la jefatura del Estado, por supuesto, pero también sobre la arquitectura de los servicios públicos (¿por qué no comunes y en manos de las poblaciones?), sobre las formas y modalidades de la producción social (¿cómo, para qué o para quien, trabajamos?), y hasta sobre la construcción de una cultura muy otra donde la creatividad de las poblaciones no se vea ahuyentada por el peso muerto de los amigos del cacique de turno.

Decir democracia es decir mucho, muchísimo, poco o nada. Nada cuando se refiere a Felipe VI y su emergente coro de palmeros, mucho, muchísimo, si hablamos de Sol llena de pueblo, de trabajadores y trabajadoras, de gentes vigilantes y dispuestas a tomar en sus manos su futuro. Ahí está la fina línea que separa el gatopardismo de la revolución popular, la Transacción de la democracia real. En el protagonismo de las gentes, y para eso, tienen que estar organizadas, concienciadas, vigilantes.

Queremos una democracia, o una República, o como diablos queramos llamarlo, pero no como teatro de la circulación de las élites, sino como espacio en el que las gentes puedan decidir, puedan construir una sociedad muy otra, una convivencia compartida.

Sólo el pueblo salva al pueblo, el pueblo organizado en los barrios, en los centros de trabajo, para las elecciones, pero también para las huelgas, para llenar Sol en 24 horas cuando haga falta, para dotarse de medios de comunicación autónomos y centros sociales propios y autogestionados , para vivir, en definitiva, de forma activa.

El ciudadano Juan Carlos ha dejado al ciudadano Felipe la ingrata tarea de frenar la lava del volcán que empezó a brotar el 15-M y que ya amenaza a Palacio. Como dijo Saint Just en la Convención, el 24 de abril de 1793, “pronto las naciones ilustradas procesarán a quienes las han gobernado hasta ahora”. La crisis, los desahucios, la irrupción de la pobreza, no han sido para menos.

Todos y todas queremos decidir.

José Luis Carretero Miramar.

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