Conciencia y dialogicidad: de que hablamos cuando hablamos de formación política

José Luis Carretero

Conciencia y dialogicidad: de qué hablamos cuando hablamos de formación política

Revista Trasversales número 30 octubre 2013-febrero de 2014

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José Luis Carretero Miramar
 es profesor de Formación y Orientación Laboral.  Miembro del Instituto de Ciencias Económicas y de la Autogestión(ICEA).


Mi último artículo en esta misma revista (“Construir también es formarse”) en el que sostenía la importancia de la educación (más bien autoeducación) y la formación en el seno de los movimientos sociales actuales, ha merecido algunas críticas directas y otras un tanto veladas, sustentadas principalmente en una idea-fuerza concreta: lo que pretende uno, al fin y al cabo, al hablar de pedagogía de masas o formación no es, ni más ni menos, que imponer su propia forma de ver las cosas al conjunto del movimiento, basándose en una posición de “autoridad” intelectual que le permitiría controlar férreamente el discurso. “No queremos que nadie nos de clases, ya estamos hartos de eso”, se ha llegado a oír al respecto.

Lo que denotan estas perspectivas es, precisamente, la estrecha y limitada idea de lo que es la pedagogía y la formación que anima a sus defensores. Imposibilitados de ver nada más que el enfrentamiento recurrente entre fracciones y las pugnas por el poder en que ha consistido la vida política de los ámbitos militantes en las últimas décadas, confunden el necesario desarrollo del conocimiento y la conciencia política con las clases magistrales de lo que ya Paulo Freire llamaba la “educación bancaria” tradicional: esos espacios donde un solo emisor, dotado de una indiscutible autoridad institucional, emite un discurso continuo que no admite disenso y que debe ser memorizado e integrado sin cambios en la mente de un grupo de discentes sometidos al silencio más acrítico.

Y, frente a esta “educación bancaria”, no son capaces de imaginar más alternativa que su negación especular, su imagen invertida, pero en todo caso simétrica: la espontaneidad pura y el parloteo sin objeto, donde todos los discursos son posibles pero nunca han de ser problematizados; donde el relativismo absoluto, y la ausencia de buena fe en el debate, impiden la efectiva discusión y avance en el conocimiento tanto o más que el paradigmático profesor autoritario.

Existen alternativas que fundamentan una pedagogía crítica y concientizadora, como la defendida por el ya citado Paulo Freire: la alternativa de la dialogicidad. Partamos de una base: lo cierto es que lo que nosotros necesitamos, como movimiento, no es que la población (“nosotros”, tanto como “ellos”) se aprenda ciertas consignas o interpretaciones de la historia o del mundo y las repita (repitamos) como papagayos más o menos pintados de rojo o de negro. Eso puede fundamentar las doctrinas de una nueva secta para-religiosa, de un grupo dogmático o de una conspiración fanática, nunca las de un movimiento social popular que busca la liberación de las capacidades productivas e imaginativas de las clases explotadas y oprimidas.

Lo que necesitamos, por tanto, es el desarollo de las capacidades críticas de la población, de su capacidad para afrontar la complejidad de un mundo cada vez más confuso, desde la independencia, pero también desde la fundamentación argumental, racional y empírica, de sus análisis propios.

La gente tiene que ser capaz de analizar su mundo y, al tiempo construirlo y transformarlo, y no sólo de repetir las “consignas” de moda de un autor o partido cuyas tesis básicas no ha confrontado o ni siquiera conoce más que desde la lectura de algún artículo aislado.

La base de ese desarrollo de la conciencia crítica (no de la repetición acrítica de consignas dogmáticas, ni del puro vacío que entiende como sustancialmente equivalentes a cualquier clase de discurso, ya sea el machista que el feminista, el del explotador que el del explotado, el que llama a resistir y el que llama a esconderse) está sustentada en una práctica pedagógica no bancaria ni puramente espontaneísta sino centrada en una dinámica concreta: lo que Freire llamaba la dialogicidad.

La dialogicidad es, en definitiva, el recurso efectivo al diálogo, a una praxis pedagógica que vaya más allá de la bancaria (la clase magistral) y el puro espectáculo vacío. Que consista en problematizar (subrayemos ese problematizar: dialogar no es hablar por hablar ni un puro parlotear sin mecanismos de avance) la propia vida en común con el resto de explotados en un ámbito que garantice la esencia democrática y honesta del intercambio de opiniones y conocimientos.

¿Por qué dialogar en vez de recurrir simplemente a la propaganda o a la clase magistral? Porque, en definitiva, como afirma Gisella Moura: “Los seres humanos son seres de la praxis, seres que emergen del mundo, que transforman y se transforman. Esta praxis se da por el diálogo con el mundo, con los seres humanos. Sin diálogo no hay práctica auténtica, no hay práctica revolucionaria”.

O, en palabras de Paulo Freire: “En este sentido, el diálogo no es un accesorio, no es generosidad ni populismo, es una exigencia radical y revolucionaria porque es el elemento fundante de la praxis“. De la praxis de cada uno de nosotros, que nace de ese intercambio continuo que generamos con el mundo material circundante, y que nunca podemos abandonar. El eco, que algunos notarán, de las “tesis sobre Feuerbach” en esta argumentación es cualquier cosa menos casual.

Pero el diálogo, que no es por tanto imposición autoritaria del discurso por parte del que “todo lo sabe”, no es tampoco puro parloteo relativista. No todos los discursos son “iguales”, aunque todos puedan expresarse, pues el objetivo de que nos juntemos a dialogar no es la pura propaganda, pero tampoco la neta “expresividad” de nuestros egos. El objetivo es problematizar en común los problemas colectivos. En definitiva: aprender.

Problematización que, por otra parte, no es tan sólo una simple “forma de discurrir” en torno a las reglas de la lógica o de la razón deductiva, sino que se fundamenta, sobre todo, en la relación dialéctica existente entre teoría y praxis, entre lo que los movimientos hacen y lo que piensan, entre lo que sucede y las interpretaciones que le damos. En palabras de Freire: “No hay concienciación si de su práctica no resulta la acción consciente de los oprimidos, como clase social explotada, en la lucha por su liberación. Por otro lado, nadie concientiza a nadie. El educador y el pueblo se concientizan a través del movimiento dialéctico entre la reflexión crítica sobre la acción anterior y la siguiente acción en el proceso de aquella lucha”.

Es decir, que no basta con el diálogo y la problematización. El diálogo y la problematización han de acompañar la lucha efectiva, la praxis, para iluminarla y para tener, también, sentido. No es una cuestión de coherencia moral sino de construcción del conocimiento sobre una base empírica y racional, pero sobre todo, crítica. Por eso, la autenticidad del conocimiento sólo se da “cuando la práctica de desvelamiento de la realidad constituye una unidad dinámica y dialéctica con la práctica de la transformación”.

Por tanto, la práctica pedagógica de los ámbitos militantes no puede consistir en la pura dogmática, en la propaganda sin más (que puede generar adhesiones superficiales y “estéticas”, pero no conciencia crítica), ni en la pura “apertura” a todos los discursos extendidos en la sociedad, por muy “radicales” que se presenten verbalmente.

Volviendo a Freire: “La acción cultural como la entendemos no puede, de un lado, sobreponerse a la visión del mundo de los campesinos e invadirlos culturalmente ni, de otro, adaptarse a ella. Al contrario, la tarea que se impone al educador es la de, partiendo de esa visión, tomada como un problema, ejercer, con los campesinos, una vuelta crítica sobre ella, de la que resulte su inserción, cada vez más lúcida, en la realidad en transformación“.

Formar a la gente (formarnos) es superar las formas de conocimiento ingenuo de las clases populares (imbuidas de múltiples “virus” inoculados por las clases dirigentes) en base a una problematización colectiva y honesta de nuestra praxis y nuestro discurso transformadores, que dan la medida de nuestra inserción en el mundo que nos rodea. De nuevo, el imprescindible Freire:

En lugar de esquemas prescritos, militancia y pueblo, identificados, crean juntos las pautas para su acción. Una y otro, en síntesis, de cierta forma renacen en un saber y en una acción nuevas, que no son sólo el saber y acción de la militancia, sino el de ella y el pueblo. Saber de la cultura alienada que, implicando a la acción transformadora, dará lugar a la cultura que se desaliena“.

Así pues, pueden dejar de temblar nuestros críticos adheridos a la teoría del “todo vale”: no pretendemos darles clases magistrales de nada, ni ponerles “deberes” ni contarles las “faltas”. No se trata de eso, tampoco de “controlar” el discurso, sino de pro blematizarlo, hacerle enfrentarse a la complejidad, generar la conciencia crítica que nace del estudio colectivo de las luchas, que, a su vez, son luchas por el estudio, por la posibilidad material, en la forma de salario o de prestaciones sociales, de detenerse a pensar en común.

No propongo hacer exámenes del DIAMAT, pero tampoco me parece factible seguir por la vía de la “no problematización”, donde el relativismo absoluto permite la irrupción en nuestros medios de numerosos santones reaccionarios alejados de toda lucha efectiva y de una cierta apología de la incultura. Sólo digo que la militancia tiene que dialogar con el pueblo y, con él, empezar a superar la conciencia ingenua de la realidad que se basa en el consumo de productos culturales caducados y peligrosos.

Construir conocimiento en relación dialéctica con la praxis, compartiendo los saberes y los procesos de avance. Para problematizar un poco, citemos también a Raúl Zaffaroni, el jurista argentino autor del muy recomendable libro “El enemigo en el Derecho Penal”: si la mayor revolución en las técnicas penales protagonizada por la inquisición fue la sustitución, en los juicios, de la disputatio (determinación de la verdad en virtud de la lucha, el duelo o la ordalía) por la inquisitio (determinación de la verdad mediante el interrogatorio, violento o no, del acusado por parte de un poder superior, poseedor de la condición de dueño y señor), “puede afirmarse que, hoy en día, la Edad Media no ha terminado y que está lejos de terminar. Dependerá de la capacidad humana de transformación del conocimiento el que la inquisitio sea reemplazada algún día por el dialogus, donde el saber no sea de dominus sino de frater”.

Ese es un camino a recorrer por la militancia social: sustituir la sociedad del amo y el Capital por la sociedad del diálogo y la conciencia crítica. Los atajos de la pura propaganda o la pura adulación al conocimiento ingenuo, y muchas veces reaccionario, de las clases populares no nos conducirán a ninguna parte.

Problematizar nuestra práctica, dialogar entre nosotros y con el resto del pueblo, practicar y pensar, luchar y analizar, es decir, vivir. Y vivir es aprender y transformar.

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