Rosas de ceniza

La inquietud y la angustia que ha sentido a lo largo del día, pensando qué deprisa pasan las horas, crecen ahora, cuando escucha la puerta abrirse y sabe que ya ha llegado. Todo está en orden, todo como le gusta, todo preparado, pero entró unos minutos antes en la habitación de los niños, impulsada por un cierto instinto de protección, porque quizás con los niños delante no ocurra. No sabe en qué falla, dónde se equivoca, qué importante detalle le pasa inadvertido… ha pensado tantas veces que es una inútil, que no sabe hacer nada, que está atolondrada y no puede llevar una responsabilidad tan elemental. Lo ha pensado tantas veces. Ahora, escucha sus pasos y su voz acercarse, su corazón se acelera, casi le falta el aire. Ya no oye nada más, sólo sus pasos y su voz. De sus ojos están a punto de caer unas lágrimas y se lleva la mano a la boca para ahogar un sollozo.
Quizás esta situación se haya repetido muchas veces en las vidas de muchas mujeres, soportando mes tras mes de lacerantes días, un peso indescriptible de angustia, miedo y conflicto. En el hogar, en la calle, en el restaurante, entre amigos, de compras… ha sentido la dureza de sus palabras, la brusquedad de sus gestos, su torva mirada, el rictus airado de su rostro; todo un lenguaje de gestos que presagiaban casi siempre el sufrimiento físico y moral. Tantas veces ha sollozado en la soledad del dormitorio, convertido en antro donde ha sufrido vejaciones y golpes, intentando convencerse de que era buena persona y que si lo hacía era por su propio bien, que también sufría cuando, reaccionando por su propia histeria, se le escapaba alguna bofetada, o fuera de sí, la empujaba y la golpeaba, mientras las ofensas quemaban sus sentimientos, para, pasada no menos de media hora, pedirle perdón a cambio de cama.
Quizás muchas mujeres no hayan podido más con este peso sobre sus hombros y la locura ha puesto cerco feroz a su cordura; quizás al abrir la ventana hayan pensado que sólo un instante y todo habría acabado; quizás han mirado, como quien mira el vacío, los horarios de autobuses para dejar atrás todo (hasta los hijos); quizás hundidas por la vergüenza han pensado en contarlo todo sin seguridad de que la creyeran. Son tantas vidas de mujeres, que han quedado agostadas en ese duro camino, que aún lo transitan en silencio y resignadas. Son mujeres rotas con la niña de muy dentro aterrorizada, con la muchacha de flor deshecha, sin esperanza, sin nada.
Ante esta realidad no podemos permanecer impasibles; no podemos ser ciegos, ni sordos, ni mudos. Hay demasiadas víctimas para seguir indiferentes ante el círculo vicioso, que suele comenzar en la infancia, cuando se asiste al maltrato como algo que integra una vida normalizada. Cuando las parejas, perdido el respeto de si mismos, comienzan la deriva hacia el infierno diario, arrastrando a los hijos, condenándolos la mayoría de las veces, a reproducir los esquemas y reinventarse en tan oprobiosos papeles. Es necesario tomar conciencia de la gravedad del maltrato porque no es sólo un problema de las mujeres maltratadas, de su dignidad, no es asunto de mala suerte, ni tema de debate para políticos, ni frente de guerra para feministas. Es una realidad que requiere el esfuerzo de todos, el esfuerzo de conciencias, el esfuerzo de las acciones, el esfuerzo en educación, el de las instituciones, el esfuerzo de los medios de comunicación porque es nuestra dignidad como seres humanos la que se daña irremisiblemente, para la que no hay aplazamientos ni falsas compensaciones. Es compromiso de mujeres y hombres porque no somos esclavos, ni apéndices, ni prótesis unos de otros; somos seres semejantes, complementarios, iguales en dignidad, destinados a compartir los desafíos del presente histórico, llamados a construir un futuro fraterno.

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