¿No les huele a chamusquina?

Hace mucho tiempo que leí que en el escenario mundial que vivimos, al intelectual, al pensador, al estudioso, no le queda más remedio que limitarse a plantear dudas. No recuerdo ni quién lo dijo ni donde lo escribió, pero eso es lo de menos. El caso es que, como una de mis grandes aficiones y satisfacciones es apagar los televisores que veo encendidos, allá donde los viere, justo donde los encontrare, pues, con su permiso y aunque no me gusta especialmente autocalificarme, me voy a incluir (aprovechando que no debo pagar nada ni al Ayuntamiento, ni a la Comunidad Autónoma, ni al Estado) en ese grupo del dolce far côgitâvî. Una vez dentro y sin buscar camorra, he notado en mí vivir sin vivir en mí un creciente interés por buscar en el lenguaje explicaciones a los grandes disparates y esperpentos que nos circundan y que, al parecer por lo que parece, dejan al personal en situación de ausencia de cerebro o con el intelecto por debajo del umbral de la pobreza, provocando confusiones, caos y paradojas tan sorprendentes que los apoltronados en la indolencia más relajada aceptan pacíficamente la calificación de borregos. Borregos que limitan la existencia -que no el vivir- a trabajar, comer en pesebre, beber en abrevadero, seguir la trashumancia a ladrido de perro y percibir un óbolo llamado nómina a fin de mes para poder perpetuar su situación y con ella la de todo un sistema diabólico que Dalí definiría como ‘corrupción sideral dexoxirribonucléica de las gavillas del Ángelus de Millet’. Nunca podríamos considerar ñús a esas masas cuatropáticas porque, si bien éstos van en grandes manadas y afrontan inmensas migraciones, lo hacen en libertad, lo que no ocurre en el caso de los corderos, ya vayan en silencio, vayan ya balando como la madre que los parió. El término borrego ha sido aceptado por consenso no escrito, como prácticamente todo en esta dictadura de partidos a la que los simplones llaman democracia. Y otros más simplones aún, democracia imperfecta.

El caso es que al volver la cabeza al lenguaje, lo que explica por qué siempre tengo tortícolis, no me quedó más remedio que plantearme si entrar a decir mis cosas por la vía del drama, de la M-30, o del sainete y la ópera bufa. Uno, como tiene que quererse a si mismo, debe cuidar el físico, de tal modo que no fue una voluntad de corte masónico lo que me llevó a optar por la tragedia, sino el fuerte dolor en los abdominales provocado por la risa que mantengo ante el espectáculo que representan diariamente esos payasos a los que llaman ‘políticos’. Y voy más allá: no por la risa en si misma, sino por las agujetas que las desbocadas mandíbulas clavan en mis abdominales. Tanto que ya casi he conseguido la denominada tableta de chocolate, una de las condiciones de nuevo cuño necesarias para triunfar en este circo que dicen vida. En cuanto a la M-30, la descarté por el gran tráfico y la polución. Tenía a Sheakespeare aquí al lado pero, como me gusta la aventura, decidí llegarme hasta Grecia y Roma, no para contarles los respectivos desastres socioeconómicos que nos hermanan – eso lo haría mucho mejor el señor Juan Carlos Barba – sino para ver si desde allí ya se vislumbraba en qué iba a acabar esta sociedad que tan inteligentemente hemos construido con el basamento de los más repugnantes defectos del hombre y de la hombra, que no quiero líos.

Creo que es en La Colmena donde Camilo José Cela recomienda a aquellos que padezcan estreñimiento leer al poeta simbolista francés Mallarmé para aliviar al momento los intestinos. Yo me permito puntualizar al Premio Nobel y señalar que no es necesario volar tan alto. Sólo los discursos de nuestro Gobierno o nuestros (?) diputados habrían deshidratado a la gran mayoría del país – ya saben que el intestino perezoso es nuestro gran problema – sin necesidad alguna de acudir a la poesía. Con la estupidez, basta. Pero alguna bacteria secreta deben haber pactado los sindicatos y la CEOE para evitar que todo el mundo coja la baja a la vez y se derrumbe lo poco que queda de pie de este gran pasteleo. Sófocles, Eurípides, Esquilo, Plauto o Séneca tienen la virtud de no alterar el organismo, así que voy a citarlos sin que ustedes se querellen contra el colectivoburbuja.org, bien por quedar dolorosamente ocluidos, bien por quedar tan terriblemente fluidos que hasta el mismísimo Heráclito de Éfeso hubiera salido por patas.

Pues sí. Mientras Séneca en medio de la decadencia imperial de Roma ya hablaba desde el estoicismo de la turbulencia social, la amoralidad y la antiética, Sófocles en su obra más conocida, ‘Edipo Rey’, plantea que el conocimiento de uno mismo está sujeto o inmerso en la lucha entre el parecer y el ser. No hay más que echar un vistazo a nuestro alrededor para apreciar que el triunfo del parecer es absoluto y que el ser dejó de serlo o nunca lo fue. Ahora que le acaban de dar la Orden de Isabel la Católica a un penco, mientras otro nos lleva a la más absoluta miseria, creo que caben aquí perfectamente, tanto las palabras de Unamuno “Me duele España”, como aquellas reflexiones que se refieren a que el pensamiento de contenido trágico y rumbo pesimista considera a los hombres como juguetes de los que dispone alguien superior (en la antigüedad Dioses y Mitología) sin poder el ser humano disponer de su vida. ¿Han visto alguna definición mejor de la oligarquía española y el corrupto sistema de partidos?

No se asusten ni golpeen la pantalla si me refiero por un segundo a Lacan, porque si me meto a fondo con él y sus circunstancias temo ser asesinado. Nuestro amigo Jacques defendía que “La psique humana está determinada por las estructuras del lenguaje” (ojo a la manipulación de las conciencias), al igual que, tomándolo del pasado, en el teatro barroco isabelino jugó con “cosas que ocurren sin lógica ni explicación”. Chomsky le ha criticado muchas aseveraciones, pero esos son otros océanos. España es paradigmática en infinidad de aspectos más ligados a la santería y el esoterismo que al sentido común. Y fíjense que no digo a la cultura o la inteligencia sino al sentido común. Efectivamente, nuestro país no tiene ni explicación ni lógica. Por lo tanto, o aceptamos el determinismo y la imposible transformación de los imposibles, o hacemos algo más pegado a la tierra. Movimiento que también parece desgraciadamente inabordable. En una escena de Hamlet, Marcelo le dice a Horacio y al Príncipe que “Algo huele a podrido en Dinamarca”. Sin embargo, no necesitamos nosotros acudir a la tragedia de Sheakespeare. Tenemos nuestra frase: “Aquí huele a chamusquina”.

Y no quiero irme sin contarles una anécdota que quizá no conozcan y que demuestra que otro dicho – “No somos nadie” – también se cumple en muchas ocasiones. Al pensar en los escritores griegos de tragedias, recordé que Esquilo, el autor de La Orestiada, fue un día a consultar al oráculo y éste le pronosticó que en breve iba a morir porque se le caería la casa encima. Horrorizado, abandonó el hombre a toda prisa la ciudad, con tan mala fortuna que un quebrantahuesos no pudo con el peso de un caparazón de tortuga que llevaba en el pico y cayó sobre la cabeza del dramaturgo dejándolo tieso al instante. Es por ello que no sé qué aconsejarles: nuestro país camina hacia la miseria, pero si salen de casa miren primero hacia el cielo. Y si ven un pajarraco grande – no hace falta que sea un avión de Spanair – hagan lo que les parezca. El ‘Efecto Mariposa’, proveniente de la filosofía china destaca que “una pequeña perturbación inicial, mediante un proceso de amplificación, podrá generar un efecto considerablemente grande a mediano o corto plazo de tiempo”. ¿Acaso no es ahí donde estamos, hundidos hasta el cuello?

Jorge Batista

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