>Peak Oil y status social: cuando nuestras raíces juegan en nuestra contra

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Queridos lectores,
Esta semana he decidido dejarle a un amable lector este espacio para que exponga una interesante reflexión sobre el papel del estatus social, que complementa mis visiones anteriores sobre por qué los ciudadanos no entienden el Oil Crash. Yo volveré próximamente con un epílogo a la serie “Por qué los X no entienden el Oil Crash”.
Salu2,
AMT
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El status social es la expresión de una de las dos argamasas de las sociedades de simios antropoides, que es la competición. Junto a la colaboración, han permitido a cada una de las especies alcanzar el éxito y adaptarse a una variedad muy amplia de circunstancias. Si la colaboración suma fuerzas y permite al individuo conseguir como parte de un grupo lo que no conseguiría por su cuenta, la competición nace de la presión selectiva previa y encuentra en las especies cooperativas un nuevo acomodo, dando valor y parte del sentido a cada uno de los vínculos que componen la red social de un colectivo.

No debemos quedarnos en las definiciones más cómodas y hasta más populares, desde el espalda plateada hasta el macho alfa, porque como tales metas últimas en todo grupo concentran la atención y, por ello, nos distraen del hecho aún más importante que entre el jefe del tipo que sea y el individuo en el escalón más bajo hay una serie de escalones en relación dinámica, fluida, cuya competitividad tiene encima que ser compatible con la cooperación directa. Para entender la competición dentro de un grupo cooperativo es mucho más importante prestar atención a los escalones intermedios que al macho o hembra alfa.

Nuestra pulsión competitiva viene de lejos. De hecho, algunos de los restos más antiguos de cultura material que han llegado hasta nosotros son adornos precisamente inútiles como herramientas… y muy eficaces como medios de expresión del status, de la posición del individuo en el grupo en un momento dado. Desde entonces, los esfuerzos que hemos dedicado a proveernos de objetos que sostenían nuestro status no ha dejado de aumentar. Si hemos hablado de su faceta instintiva, la faceta cultural no es menos importante para el status: la competitividad y sus expresiones son un motor básico de la cultura, en tanto que la identidad del grupo encuentra acomodo en dichas expresiones y tanto el grupo como el individuo dedican unos recursos muy importantes para la consecución y el mantenimiento de estos elementos. Desde la tremenda industria de la púrpura fenicia primero y romana después, pasando por la marta cibellina y otras pieles preciosas y el impulso que dieron a la exploración mundial, para llegar a nuestro siglo definitivo de las marcas en coches, ropa y todo lo que se nos ocurra. Todos los artículos de lujo siguen la misma pauta: su posesión y exhibición comunica de un vistazo el status social real y/o pretendido por quien exhibe la joya, la piel, la ropa de marca, el coche de lujo, la vivienda en “zona buena” y de elevadas prestaciones, y un etcétera tan largo como os dé la imaginación.

Uno de los motores más importantes de nuestra sociedad de consumo es, precisamente, la competitividad por status. Si en épocas pasadas nuestra escasísima capacidad productiva no daba mucho margen para expresar el status, cada una de las múltiples facetas de consumo actual, desde la electrónica, pasando por el sitio donde hemos veraneado, para llegar a las consabidas marcas de ropa, vehículo, etc., son vehículos extremadamente eficientes desde los que expresar nuestra posición respecto a los que nos rodean, tanto si somos conscientes de ello como si no. En cada una de las esferas de nuestra vida cotidiana tenemos un número elevadísimo de opciones y oportunidades en las que expresar el status, y cabe tanto el deseo de expresar un ascenso como de mantener por medio del complemento el status con el que nos identificamos.

El problema del status es su asimetría. Salvo excepciones trascendentes, vamos a albergar el deseo más o menos intenso de subir en status, y será del todo frecuente que invirtamos tiempo y recursos, como poco, en mantenerlo. Precisamente quien no lo hace es alguien “fuera de este mundo”, alguien que se aparta de la norma después de identificarla, y que con ello se sitúa en los extremos positivo y negativo. Desde un San Francisco que deja su vida de riquezas en pos de un ideal ascético (no siendo el primero en hacerlo, claro), hasta aquellas comunidades que rompen con la organización social basada en el status y que, por ello, son denigradas y calificadas muy negativamente por la mayoría, desde las comunas hippies de antaño y hoy, pasando por los CSOA, las poco visibles comunidades cristianas de base que sobreviven, etc.

La asimetría del status nos lleva a esforzarnos por conservarlo. En términos materiales, por conservar lo adquirido. Tan fuerte es el deseo que la imposibilidad de cumplirlo, como puede ser el caso de una evolución hacia una situación de exclusión social y sinhogarismo, somete a la persona a un stress tan terrible que, las más de las veces, sólo agrava su situación. Se trata tanto de perder las posesiones como la conexión con lo que significan y la posición en la organización social, para pasar a ser un paria invisible.

Sin llegar a este extremo, un descenso temporal en los ingresos somete a las personas, las parejas y las familias a una tensión muy grave. No sólo por el miedo objetivo, de cálculo inevitable, a la pérdida financiera, sino por lo que implica para la posición social de la persona.

El problema que ha traído nuestra sociedad capitalista y basada en la “energía ilimitada” de los combustibles fósiles es, como acabamos de indicar, que nos ha ofrecido ese inmenso abanico de posibilidades de competición por status de la mañana a la noche, para cualquier cosa que hagamos. Si a esto le sumamos la también citada asimetría del status, tenemos que las sociedades desarrolladas no pueden sino generar inmensas e inéditas cantidades de stress a sus miembros, debido a la disparatada presión por la competitividad. Hombres y mujeres tenemos que trabajar a una velocidad y con unas exigencias inéditas en muchos casos para, simplemente, mantener el nivel de consumo al que hemos llegado en algún momento de nuestras vidas.

El autor de este blog ha dado cuenta de una ingente cantidad de fuentes y resultados de información que nos muestran que estamos a las puertas de un cambio en nuestro modelo económico global por el fin (¿Pasado reciente? ¿Presente? ¿Futuro cercano?) del petróleo barato. De hecho, hemos podido leer en este blog una estupenda referencia a la creciente (pero invisible) aceptación del Peak Oil en instancias políticas en la entrada Público, no publicitado. Conforme los datos básicos se van haciendo más conocidos, teóricamente el concepto debería estar cerca de ser mayoritariamente asumido y, teóricamente también, debería tener una serie de consecuencias que se centrarían en una idea básica de decrecimiento voluntario de cara a aminorar en lo posible el impacto del Oil Crash.

Muchos ya habréis imaginado cuál es el problema más insidioso al que la humanidad, y concretamente las poblaciones de los países desarrollados, se enfrentan en relación al Peak Oil: la asimetría del status. Las consecuencias del decrecimiento son, ante todo, múltiples frentes que se abren por los que los individuos tienen que ceder símbolos y expresiones del status, y no les puede hacer mucha gracia.

Termino con un ejemplo: el coche. El coche es uno de los símbolos de status más poderosos de nuestros días, desde el coche oficial de überluxe hasta el Lada de 8ª mano y propulsión a pedales, pasando por mi citröen Xsaara, vuestro BMW o su Toyota. No tener coche en una ciudad implica, para muchos, estar más cerca de una situación de exclusión social de lo que les gustaría o, menos frecuente, un ejercicio de trabajo interior que les permite superar esa competitividad por status. Por más que sepamos que los plásticos, las cosechadoras o los camiones son MÁS importantes que los coches, en el imaginario público el petróleo se conecta antes con el coche que con nada. Si sois peakoilers, es muy probable que hayáis vivido variaciones en torno a la defensa ultranza e irracional del coche cuando alguien se pone muy agresivo en contra de la idea del Peak Oil.

El peak Oil les está amenazando a nuestros conciudadanos con arrebatarles uno de sus símbolos de status más preciados. No se trata sólo de complicar a muchos el desplazamiento cotidiano, que ya es un problema y gordo para los que no disponen de alternativa eficaz de transporte público. Se trata de lo innombrable, de lo impronunciable: de que a no muchos años vista no vamos a poder mantener el parque actual de vehículos privados.

Como quiera que el Peak Oil es una amenaza que, además, de momento no está respaldada por una realidad completamente incontestable y claramente física, son muchos los que se defienden de esta amenaza a su status: desde el mito de las “patentes escondidas”, hasta la inagotable fe en alguna variante – el coche de hidrógeno que muere y renace una y otra vez, el coche eléctrico, la introducción masiva de biocombustibles e incluso aceptar magufos sorprendentes como el motor de agua – pasando por la interesante variación del argumentum ad autoritas “seguro que ya está previsto”, por más que a renglón seguido se hable sin pudor de la incompetencia de nuestros gobernantes.

Adaptarnos al Peak Oil supone pedirnos a nosotros y a nuestros vecinos un severísimo ejercicio de superación personal, de dejar atrás múltiples fuentes de competitividad por status. Claro está, es algo al alcance de muy pocos, incluso de no muchos aunque el Oil Crash estalle del todo y llene la atmósfera de vapores mefíticos.
Juan Luis Chulilla Cano

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